Reproducimos íntegramente el artículo que la Fundación Lesionado Medular le dedicó a la presidenta de Las Sillas Voladoras, Elisabeth Heilmeyer.
Elisabeth Heilmeyer, el placer de volar
31 enero 2011
Estaba pensando en que ya pronto iba a cumplir cincuenta años —¡qué
barbaridad!, yo no me sentía tan mayor—, y preparando mi gran fiesta
con todas las personas que habían sido importantes para mí en todos esos
años. Para poner en la invitación escogí una frase que siempre
consideré muy importante y un poco como el lema de mi manera de vivir:
«No le puedes dar más días a tu vida, pero a cada día le puedes dar más vida».
Un día caluroso de fin de mayo de 2003 yo acababa de enviar las
invitaciones a todos esos amigos importantes para mí, cuando decidí ir a
practicar mi deporte favorito: vuelo sin motor, a un aeródromo en La
Mancha. «Venga, vamos a dar el último vuelo antes de que se acerque la
tormenta».
Dicho y hecho, o sea, un compañero y yo —otro piloto de vuelo a
vela—, nos subimos a la aeronave e iniciamos el remolque. Como es
sabido, un planeador,
al no tener motor, tiene que ser remolcado por una avioneta o por un
torno cabestrante, hasta una altura de unos 500m. Entonces se suelta el
cable y, con habilidad y la ayuda de corrientes térmicas —bolsas de
aire caliente—, el planeador no sólo se mantiene en el aire, sino que
se puede lograr que vaya ascendiendo cada vez más, gracias a estas
fuerzas increíbles de la naturaleza.
Pues ese día, otro fenómeno físico inexorable, la fuerza de la
gravedad, hizo que, debido a un fallo que tuvimos de manera
involuntaria, nos acercáramos al suelo con una rapidez vertiginosa. Y se
produjo el impacto.
Yo pensé que me mataba, es más, ya me había visto muerta, pues no
podía haber sido otro el resultado. De manera que apenas pude dar
crédito al hecho de no sólo haber sobrevivido sino, incluso, estar
aparentemente bien. El pinchazo que había sentido por un momento en la
tripa, no me siguió molestando, así que me dije: «¡Vamos, Elisa, lo más
rápido posible, fuera de lo que queda del avión!». Mi compañero ya había
salido. Yo, aún incrédula por lo que nos acababa de pasar, pensaba
poder hacer lo mismo. Fue cuando me di cuenta que no podía mover las
piernas y, ¡horror!, ya no las sentía siquiera.
En ese momento supe lo que me había ocurrido, lo supe y empecé a
lloriquear diciendo: «mis piernas, mis piernas». Los compañeros de
vuelo, quienes se habían acercado corriendo, me intentaron animar.
Después del susto que se habían llevado todos, se mostraron felices y
contentísimos de vernos vivos; no era para menos. «Lo de tus piernas, ya
verás que se soluciona», me decían. Yo, sin embargo, supe con toda
claridad lo que me había ocurrido: acababa de quedarme sin poder
caminar. Me quise morir. «Que tonterías dices», me contestaron los que
me rodearon, mientras estuvimos esperando a que llegara el helicóptero
que me llevó directamente al hospital de Toledo.
Allí el neurocirujano de guardia me confirmó el gran miedo que yo
sentía. El diagnóstico fue tajante: paraplejia completa a la altura de
la D12. Yo, quien siempre había sido una persona fuerte, que nunca me
había asustado de nada, que nunca se me había puesto por delante nada
que considerara imposible, que siempre había emprendido cualquier cosa
que me propusiera, simplemente porque sí, porque había que hacerlo, de
repente me vi sin fuerzas, anulada, aniquilada. No veía la forma de
sobrellevar el golpe tan cruel que me acababa de dar la vida.
Yo no paraba de llorar cuando me quedaba sola en la cama, la
desesperación que sentía era inmensurable. Un día sábado 31 de agosto,
justo a los tres meses del accidente, fue a verme uno de mis mejores
compañeros de vuelo. Me miró y yo sabía lo que él pensaba, así que le
dije que me llevara al aeródromo de Ocaña, donde yo había pasado tantos
hermosos fines de semana dedicándome a mi deporte preferido. Ya que yo
seguía con vida, tenía claro desde el principio que quería seguir
volando. ¿Por qué no? ¿Qué me lo impedía? Cuando llegamos al aeropuerto,
todos mis amigos y compañeros de vuelo allí presentes me dieron una muy
calurosa bienvenida. Yo me emocioné mucho, estaba a gusto entre «mi
gente», porque eso eran ellos: mi gente.
Luego vino lo mejor: volar. Cuando aquel memorable día despegamos,
por primera vez desde mi accidente empecé a sentirme libre y contenta,
hasta diría que un poco feliz. A partir de ese momento empecé de nuevo a
remontar, a tener otra vez ganas de hacer muchas más cosas y, por
supuesto, a volar todos los sábados que se pudiera. Volar ha sido para
mí, y sigue siéndolo, «LA» actividad terapéutica número uno.
Volando en un planeador no te acuerdas de que no puedes andar, no
tropiezas con un bordillo ni la falta de un ascensor te deja tirada; ves
el mundo desde arriba, en silencio, solo contigo mismo y el universo, y
no sientes que tengas limitaciones, como no las tienen los pájaros.
Admito que llegar de nuevo a casa, a pesar de las muchísimas ganas que
tenía mientras estuve en el hospital, fue muy duro. Fue enfrentarme con
una nueva realidad.
La primera vez que me quedé sola un rato, casualmente se produjo un
cortocircuito y me quedé sin luz. Llorando fui a casa de la vecina,
porque yo no llegaba a la caja de los automáticos. Fue mi primer
encuentro con esa nueva realidad que se abría ante mí, para toda la
vida. Yo era la única que podía decidir la manera de enfrentarla. Con
los meses y en los casi ocho años que llevo en la silla de ruedas, he
vuelto a recuperar toda mi independencia posible, he vuelto a vivir
sola, aunque me ayudan a hacer las cosas de la casa. Ahora no sólo
intento disfrutar al máximo de la vida, es más, la vivo de forma mucho
más intensa que antes. Puedo decir otra vez que soy feliz, que me gusta
vivir y que quiero hacer todavía muchas cosas más en la vida. Porque la
vida continúa.
Elisabeth Heilmeyer Enero 2011